No era precisamente Homero, autor
de La Ilíada, pero sí que su vida era
toda una odisea desde siempre: no tenía piernas. Augusto Gómez, destacado e incógnito escritor,
había perdido la vista y también el número de obras que había escrito a lo
largo de su opaca vida camuflada en el anonimato. Sin embargo, continuó escribiendo como lo hizo “el poeta ciego”, tiempo atrás en la lejana Grecia.
En un principio, ayudado por su
mujer —quien lo dejó al poco tiempo tras enterarse que su marido era estéril—
logró escribir una obra más, y pese a las sugerencias que recibió por parte de ella
sobre publicar sus escritos, no accedió y la aburrió.
Al tiempo, un escritor tan
fracasado como él, fue a visitarlo y a halagarlo por sus innumerables obras
inéditas. Le pidió consejos, Augusto se los dio. Le pidió prestada sus obras para
leerlas en casa, Augusto se las prestó. Se despidieron, Augusto se despidió, sin
saber por qué olía tan raro su cuchitril. Al salir, Idelfonso prendió un
cigarrillo barato, le dio unas profundas caladas, y lo lanzó al suelo. Al
instante la choza desprendía llamaradas e Idelfonso marcaba un número en el móvil, no era el de los bomberos,
sino un contacto suyo que tenía en una editorial.
Un nuevo escritor había nacido.
Un nuevo escritor había nacido.
Eusoj Sargav
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