Era el verano del 98’, y un sol
tremendo abrasaba los barrios limeños. Tal fue el calor que ni los siempre
oportunos y trabajadores heladeros se atrevieron a salir por las calles, todos
se iban en hordas a las playas regadas por el circuito de playas de la Costa
Verde a vender helados. Se vivía bajo una atmósfera que llamaba a la apatía,
flojera y desgano; ese malestar se acentuaba los domingos, en especial, en uno
de esos domingos en los que la Lima-limón quemó como nunca antes en los últimos
diez años, así que no quedaba más opción que quedarse en casa con los
ventiladores o salir a la playa y meterse al agua.
En tanto, Sigfrido, su hermano
mayor Matías y sus padres huían de ese maldito sol limeño y de sus playas
plagadas de gente, para ir como cada verano a la pequeña casa de playa que
tenían en Punta Hermosa. Para cuando llegaron, ya era mediodía del domingo. Los
chicos desempacaron las cosas del auto junto a sus padres, para luego preparar
una parrillada en el jardín de la casa, que evidentemente se encontraba llena
de polvo.
—Sig, Matías, no olviden de
limpiar el segundo piso. Yo ya limpié el primer piso junto a su padre, ¡y ojo,
pestaña y ceja! Creo que hay ratas en la casa... Huele extraño, así que tengan
cuidado. Su padre y yo visitaremos a los Fioravanti esta noche —Indicaba
su madre.
—Claro que sí, madre. Anda sin
cuidado, que yo no soy el miedoso aquí —dijo el joven Sigfrido, mirando
hilarante a su hermano.
—¡Oye tú, deja de mirarme así,
que tú eres el miedoso! ¡Qué joda hacer todo esto! Encima que soy alérgico al
polvo, nos piden que limpiemos la casa y matemos unas ratas imaginarias que
pueden estar con rabia poniendo nuestra vida en riezgo —renegaba Matías a viva
voz una vez que su madre no pudiera oírlo.
—¡Ya cállate y vamos al segundo
piso! Nos hacemos los que limpiamos un poco, y una vez que los viejos se vayan,
¡nos largamos! ¿Qué te parece, Matías? —Preguntaba Sigfrido con una sonrisa
pícara que invitaba a la desobediencia.
Llegado
el momento, los traviesos hermanos salieron de casa sintiéndose culposos por no
haber limpiado mucho, pero ya estaban fuera. Solo les quedaba perderse con los
amigos del balneario y disfrutar del ocaso mientras disfrutaban del botellón de
pisco que robaron de la bodega de sus padres antes de salir de casa.
—Matías, iré a casa, no me siento
bien. No le digas a nadie dónde me voy a ir.
—Ándate donde quieras, pero te
aviso que Yanitza está armando un fiestón en su casa. Si no vienes te la
perderás, además, ¿no te diste cuenta que su hermana está que te mira a cada
rato?
—Uy, no me digas, veré si se me
pasa rápido y regreso.
—¿Es que no me escuchaste lo que dije de su hermana? O una de dos, le pareces más feo que la mierda y por eso te mira a cada rato. o en verdad quiere algo contigo.
—Jajaja, ya no jodas. Estaré en su casa a la medianoche —anunció Sigfrido emocionado, tal vez por lo ebrio que estaba.
—¿Es que no me escuchaste lo que dije de su hermana? O una de dos, le pareces más feo que la mierda y por eso te mira a cada rato. o en verdad quiere algo contigo.
—Jajaja, ya no jodas. Estaré en su casa a la medianoche —anunció Sigfrido emocionado, tal vez por lo ebrio que estaba.
Yendo
en zigzag, dándose tumbos, apoyándose en las paredes; así fue como Sigfrido
llegaba a casa. Faltando una cuadra miraba hacia el garaje. ¿Acaso verificaba
si el auto de sus padres estaba estacionado y estos ya habían regresado a casa?
Hayan estado o no, el sermón que recibiría él y su hermano al siguiente día era
inminente. Tal vez los castigarían limpiando toda la casa, cocinando los
almuerzos, limpiando el auto, la vereda de la calle, o podando el jardín. Quizá
todo eso iba a pasar.
Sigfrido cruzó la calle y se topó con un hombre que se encontraba mirando la puerta de su vecina Samanta, una ex monja que vivía feliz con un ex sacerdote.
Sigfrido cruzó la calle y se topó con un hombre que se encontraba mirando la puerta de su vecina Samanta, una ex monja que vivía feliz con un ex sacerdote.
—¡Joven!, ¡joven!, dame algo de
comer, tengo hambre —imploraba el hombre al mismo tiempo que extendía su sucia
y flaca mano.
—Sí, sí, ahora mismo te traigo
algo Gerardo. No demoro.
—¡¿Cómo me has dicho?! —Exclamó
el hombre de los harapos.
—Gerardo pues, ¿ese no es tu
nombre?
—¡Pero por supuesto, amigo!
Oye... Te juro que hace tiempo nadie me llamaba así —con lágrimas en los ojos.
—Tranquilo Gerardo, ahora te
traigo algo para comer.
—Gracias, pero ¿Tú quién eres?
¿De dónde me conoces?
—Te conozco desde que yo era un
niño.
—¡Ahhhhh! Eres el hijo de la
señora Violeta, mucho gusto hermanito. Mírate nomás, ya estás grandote.
—¡Tú también, Gerardo! Ya vengo.
Espérame acá —gritó de alegría el joven que estaba contento por ver a alguien y
hacer su buena acción del día.
Sigfrido,
entró como pudo a su casa tratando de no perder el equilibrio y no pasar
vergüenza. Tomó un plátano maleño, una mandarina de una canasta del repostero y
recogió un pan del suelo al que le untó mantequilla y mermelada. Hecho esto se lo
llevó inmediatamente a Gerardo quien ya estaba por doblar la esquina.
—¡Hey, Gerardo! —Gritaba Sigfrido
al ver que Gerardo se estaba yendo— Ven, ven, ven. ¡Acá está la comida!
—Gracias joven, muchas gracias.
De verdad que te pasaste, me moría de hambre —Se lo dijo llorando y lo abrazó.
A Sigfrido le importó un rábano que el hombre haya estado sucio. Fue uno de los abrazos más sinceros que había podido recibir en la vida.
A Sigfrido le importó un rábano que el hombre haya estado sucio. Fue uno de los abrazos más sinceros que había podido recibir en la vida.
Al día siguiente la mamá
de Sigfrido, muy asustada pero aliviada de ver a su hijo de vuelta, le preguntó
por Matías y sobre qué había hecho con el pan que estaba en el suelo; pues, le
explicó que estaba con un potente veneno para ratas.
Eusoj Sargav