miércoles, 24 de abril de 2019

Bala's Restaurant


—¡Gilberto, atiende rápido a ese hombre extraño de la mesa seis pues! ¿Qué haces mirándolo? ¡Para eso no te pago, carajo!
—Estoy en mi horario de descanso, Esteban. Mejor dile a Denis que no hace nada nunca.
—Él está atendiendo las mesas cuatro, ocho y once... Ni de eso te das cuenta —le recriminaba su jefe, cansado de regañarle a diario— ¿qué te cuesta ayudar?
—Me cuesta, sí, y no sabes cuánto. Siempre me obligas a hacer los trabajos pesados ¿Por qué no se los dejas a él? Ah, ya sé… es que es tu sobrino querido.
—¿Vas a atender o no? —preguntó Esteban, mirándolo muy ofuscado, rojo como un rocoto por la cólera, con esa vena que se le marca en la frente como un cordón— Dejarás de trabajar para mí en este puto instante, estás despedido, muchacho…
—¡Me sabe a mierda lo que tú digas!
—Ahhh, te sabe a mierda, ¿qué más? ¿Qué más, so pedazo de idiota? —acercándose amenazante al pobre Gilberto.
—¿Ah es que quieres escuchar más? Escucha esta bala, mal parido —dejando así un enorme y perfecto orificio en la frente del jefe, que parecía un géiser sangriento erupcionando.
          La clientela de las mesas cuatro, ocho y once, optaron por salir del local por la puerta lateral—antes que los quemen a ellos también—, el misterioso cliente de la mesa seis mantuvo la calma y decidió acudir a la cocina por más comida porque, al parecer, estaba más que deliciosa, o simplemente porque no tenía dinero para comer en un mejor lugar. Mientras tanto, Denis corrió para verificar si su tío aún tenía pulso y dinero en la billetera, y claro, Gilberto ya doblaba la esquina con revólver escupiendo al cielo para que se abra paso entre la gente, la cara con gotitas de sangre y una sonrisa afilada.








Eusoj Sargav

jueves, 18 de abril de 2019

Caza de venado


Aquel hombre con mil caras y mil nombres, había escalado en lo más alto del mundo de la trafa[i] y estafa dejando una montaña de cadáveres derrotados por donde pisaba. Se le conocía por su habilidad de encantar serpientes con la mirada, por vender todo tipo de cosas: desde mansiones en ruinas —con cadáveres aún dentro—, autos sin ruedas, hasta calcetines con huecos. Y no solo eso, su especialidad era robarle el dinero a su nación, ya arruinada muchos años atrás, y usurpar identidades para seguir teniendo mil caras y nunca ser reconocido.
Era respetado por sus conocidos y temido por sus enemigos, quienes no eran los únicos que se preguntaban si no habría vendido su alma al diablo para que nunca lo atrapen. En definitiva, era un artista del engaño, ¿quién era? —¡Vaya pregunta! — Nunca nadie lo supo con total certeza. No hasta hace poco.
En un mundo tan globalizado y con tecnologías que no dejaban de aparecer, Galdwig no dejaba de hacer noticia a donde iba. Claro, con las diferentes identidades que robaba para nunca ser identificado. Otra de las muchas cosas que se decía sobre él es que gustaba mucho de reuniones a cinco cubiertos, sea con empresarios petroleros llegados del lejano oriente medio, con grandes empresas de construcción civil, con personajes de enorme capacidad adquisitiva, a todos estos engatusaba con labia y astucia, cerrando tratos de cifras astronómicas. Siempre estafándolos. ¿Pero cómo es que se sabía que Galdwig era quien decía ser, sin dejar de ser él mismo? Ahí pondera su fama de las mil caras, una leyenda.
Galdwig se había formado en la escuela de la calle y universidad de la vida, claro, siempre preparándose para ser “alguien”, nunca dejó de estudiar ni en la escuela, ni en la universidad (que nunca terminó). Con esas herramientas, este políglota empezó desde muy abajo, vendiendo gato por liebre a medio mundo, hasta llegar a controlar la política y negocios de su país.
No es hasta hace poco que se cruzó sino más que con la suela de su zapato izquierdo, otro estafador profesional que era dueño de la mitad del mundo. Al conocerse, Galdwig pensó que podía huir de este zorro viejo, sin embargo, no consideró que había dejado huellas dactilares en la mesa de la sala en la que hacían el trato, es así como empieza la caza de venado.
Galdwig, al llegar a su cómoda casa de playa del norte de la nación, encontró tan solo las cenizas de la misma, junto a los restos calcinados de los guardias del recinto, y quedó alarmado, nunca antes alguien había osado atentar contra su persona, es entonces cuando se dio cuenta que se metió con el tipo equivocado.
Desesperado, fue al aeropuerto y le dijeron que ninguna de sus tarjetas de crédito tenía suficiente dinero para comprar un boleto de avión, decidió huir a donde sea en su Jeep, pero su chofer ya se había ido, era ahora que se encontraba en el aeropuerto, sin saber qué hacer ni dónde ir sin que lo asesinen. Es así como se le pasó por la mente entregarse a las autoridades, quitarse las mil caras que tenía, pero fue en vano, el nombre con el que se identificó, ya no figuraba como ciudadano de la nación. ¡Le estaba pasando lo mismo que le había hecho a mucha gente! Asesinarlos sistemáticamente, despojarlos de identidad, de vida. De haber sido mil personas, dejó de ser todas, incluso él mismo. Era un hombre sin identidad, sin tarjetas ni dinero, por ende, ya no tenía propiedades, por último, terminó perdiendo la razón. Terminó viviendo (si es que lo consiguió) peor que un indigente.
Finalmente, el hombre que dueño de la mitad del mundo, se apropió de la nación de Galdwig. Ese hombre soy yo.



Eusoj Sargav








[i] Termino coloquial usado en el Perú, que significa trampa y engaño.

viernes, 12 de abril de 2019

No identidad

-No eres tú, soy yo...
-¿Quién eres tú? - preguntó, barriéndolo con la mirada
Antonio quedó desconcertado hasta los huevos ante aquella pregunta, en tanto que Danila se marchaba.


Eusoj Sargav

jueves, 4 de abril de 2019

Moriré un jueves en París

—Y mire, así fue como se clavó el lapicero en el cuello —lo imitó tal y como lo vio, pero con la diferencia única que, en vez de lapicero, era su dedo índice que con cierta gracia lo imitaba.
—No señor, no es necesario que lo haga —se lo dijo de manera somnífera, el doctor Palma, psiquiatra del Hospital Víctor Larco Herrera[1]— solo deseo que me cuente lo que vio.
—¿Qué - qué? No. No, no, no se lo contaré. No, ¡que no! No, no, no, nnnnno —rabiaba el hombre.
—Oh, disculpe que se lo pida de esta manera, honorable…
—No, no, no. He dicho que no se lo contaré. Pero sí que lo escribiré. Se lo escribiré todo, ¿sabe? —cuchicheaba en silencio, como si contara un secreto de corte militar, el paciente Raúl Meléndez, quien era conocido por todos como Balzac, tanto por su parecido físico con el franchute, como por la destreza que una vez tuvo para escribir novelas demenciales.
—Pero por supuesto, discúlpeme señor Balzac, no era mi intención alterarlo.
—No se preocupe doctor, suelo tratar con tipos más desubicados que usted la mayor parte del tiempo cuando paseo por París.
—Ya lo imagino je je, prosiga por favor.


Camilo Vallejo, quien afirmaba ser el verdadero César Vallejo, el mismísimo que murió un jueves en París, atragantado por ingerir goma de mascar —ese Camilo estaba algo loquito, pero me compadezco de la gente así. Le falta humanidad al hombre, vil bestia—, se encontraba muy tenso desde que el sol palpitaba en alguna parte del mundo de afuera. Yo le supe entender puesto que me pasaba lo mismo cuando el desayuno cobraba vida propia y se lanzaba por cuenta propia a donde sea, pero son cosas que pasan, ¿no?
Había llegado la hora de la merienda, para luego asistir al taller de escritura feliz en el pabellón número cinco, y nuestro falso poeta caminaba meditabundo hacia las escaleras que llevaban a la segunda planta del edificio. —Siempre con la mano derecha pegada al mentón, ¡qué incómodo este hombre, carajo! ¿Acaso cree que se le caería la cabeza? Tal vez.
Una vez todos los compañeros sentados en fila, Vallejo empezó a decir groserías, y Madame Bovary lo escuchó para que, automáticamente, comience a chillar. Este le dijo a la mujer que se callase porque no le dejaba pensar, pero ella, una vez que empezaba a llorar, no había forma de detenerla. Era todo un caos, reinaba el orden en este taller de insanos. Y, repentinamente, César Vallejo empezó a recitar:
“Me moriré en París con un lapicero clavado en el cuello,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro, me cojo el cuello—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño, un jueves de cuentos.”
Dicho esto, todos lo aplaudimos al poeta, Madame Bovary estaba ahora llorando de felicidad, se encontraba conmovida. Y en cuestión de segundos, el gran Camilo se desesperó porque no podía escribir ni un solo cuento feliz sobre la hoja de papel bond que tenía sobre su mesa de trabajo. Empezó a abrir esos ojotes que tenía y escribió a una velocidad supersónica algo que no era un cuento:

Balzac, amigo, no se me ocurre nada para escribir.
Adiós, a ti se te ocurrirá escribir para mí. Por mí.

Atte: El que muere todos los jueves en el pabellón “París”.


Acto seguido, con total firmeza insertó el lapicero que tenía en su propio cuello.


—Gracias por su amabilidad y su tiempo, señor Balzac. Hoy habrá postre para usted. Aún no pierde esa manera de escribir cosas demenciales —finiquitó el doctor Palma, dándole unas amigables palmadas en el hombro a Meléndez.




Eusoj Sargav






[1] El hospital Víctor Larco Herrera, es una institución que vela por la salud mental.
Dicho hospital se encuentra ubicado en el distrito de Magdalena del Mar, Lima, Perú. 

Flamenco rojo

  La esperanza se pierde, ¿Respira? A Rubén no le cabía ni un solo grano de arroz más, estaba más que satisfecho, estaba tan lleno de co...