jueves, 28 de febrero de 2019

Recuerdos de un mercenario

No existe nada más arrollador, calmo y relajante, que oír cómo las mansas olas se desvanecen sobre la arena y las rocas en la orilla de la playa; sobre todo si vives a tan solo metros de la misma. También puedo decir que no existe nada mejor que dormir rodeado de silencioso sonido de la nada. Perdón, los secretos que cuenta el mar en orillas nocturnas, sí están permitidos. Los demás, no.
Es así que recuerdo un día en especial —ahora ya tan lejano. Décadas luz— en el que regresaba al rancho de adobe y quincha después de haber estado jugando con mis amigos de la infancia en la playa: desde que el sol abría los ojos —no sin cierta flojera—, hasta que los iba cerrando, de a pocos, tiñendo al cielo de un hermoso color naranja con rosado, hasta que se dormía y se iba, dando paso a que la diosa Si[1] nos envolviese con un manto azul marino estrellado, pero no solo hacía eso, se quedaba gigante, flotando allá arriba en esa inmensidad oscura, esperando a que le contemos sobre nuestras penas y alegrías.
También recuerdo que fui resondrado por haber llegado muy tarde (eso fue al día siguiente), pero ya es hora de dejar de irme por las ramas. Lo que voy a contar es algo que me pareció sumamente terrorífico: mientras hablaba con la diosa Si a través de la ventana de mi cuarto llegué a escuchar unos feroces rugidos que me obligaron a esconderme debajo de las sábanas. El ruido manchaba ese precioso silencio que tanto adoraba por las noches, estaba sumamente desconcertado. Jamás en la vida había escuchado aquel gutural sonido hasta entonces. Cuando el día aclaró fui a desayunar con mis padres —en contra de mi voluntad por no haber dormido nada por la noche—, me di con la grata sorpresa que la tía Leonor ese encontraba en la mesa cortando los panes y hablando con mis padres. Debo de decir que la tía Leonor era una caja de sorpresas o algo así, siempre que venía a casa nos traía algo novedoso. Aquella mañana nos había traído queso holandés y chocolates belgas. Debo de admitir que yo no cabía de gozo por más que haya querido ocultarlo, ambos manjares eran mis favoritos y ella lo sabía desde siempre. En medio de la larga y amena cháchara les conté a todos lo que fue el calvario que me tocó vivir durante la noche... ¡No había logrado cerrar los ojos para nada! Traté de imitar —fallidamente— los ruidos de aquel monstruo nocturno que no me había dejado dormir con sus desquiciados rugidos. Cuando terminé de contar la odisea que viví, se empezaron a reír de mí, y la tía Leonor, roja de la vergüenza, se me acercó y me dio un beso en la mejilla y me abrazó muy fuerte pidiéndome disculpas. Muy apenada ella, pobrecilla. Dijo que lo que había escuchado no era ni un monstruo ni nada por el estilo, eran tan solo ronquidos. 
Algo que hasta la edad de cinco años jamás había escuchado.
Esos sí que son recuerdos que los guardo cual tesoro. Siempre es bueno traer las buenas memorias en los momentos más duros de la vida para cuando esta se nos va.

En este preciso instante, detrás del muro en el que me estoy ocultando, hay guerrilleros disparando sin dar tregua, lanzando maldiciones mientras acribillan y son acribillados, explosiones por todos lados... temo que me caiga una bala y sea el fin. 
No es justo, no pensé que algo así sucedería. A pesar de ser un mercenario —alguien que merece la muerte más que nadie—, no deseo morir hoy, no aquí.
En cualquier momento lanzarán una granada sobre mi ubicación, y, al margen de que ese sea mi fin, estoy convencido que el ruido de la explosión será peor que escuchar dormir a mi tía Leonor. 
Para entonces espero haber escapado, junto al mar arrullador donde jugaba con mis amigos en los veranos de playa, el rancho de adobe y quincha, el sol, la diosa Si, mis padres, y mi tía Leonor con sus ronquidos infinitos. Todos, todos ellos en mi cabeza, en mi corazón.




Eusoj Sargav



[1] La diosa Si, según la cosmovisión mochica (cultura preincaica), era una diosa que representaba a la luna.

jueves, 21 de febrero de 2019

El árbol de los deseos, raíz de las pesadillas

Sueños, ambición y deseo, cosas tan humanas, tan antiguas: han estado siempre presentes a lo largo de nuestra historia.
Existió una isla paradisiaca muy cercana a la costa hindú, donde crecía una subespecie única de baobab. Dicho árbol tenía la propiedad mágica de conceder un deseo si es que se comía de su fruto. Se podía pedir un deseo. Tal deseo tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de cumplirse o no.
Los aldeanos del lugar eran conscientes de los poderes del árbol, motivo por el que eran sumamente recelosos con los que no pertenecían a la isla e intentaban comer de sus frutos. Lo sabios de la aldea eran los que custodiaban y elegían a quién dar un fruto del árbol de los deseos. No era tarea fácil el otorgar o negar un fruto a alguien, puesto que los motivos por los que acudían al recinto eran muchos, desde revivir a un ser vivo que falleció, sanar enfermedades, y otras cosas banales. Así es como se cuidaban los frutos. Si estos se llegaran a acabar, el baobab moriría y traería desastres naturales.  
 —Bakasura, qué gusto verte por la isla, ¿qué te trae por acá, pensé que habías muerto?
—Hola Raju, hace siglos no nos veíamos. Y no, aún me quedan unos pocos miles de años. —riéndose— Ahora veo que vives en esta isla, ¿ya cuánto tiempo llevas acá?
—Por lo menos veinte años.
—¡¿Veinte años?! ¿Alguien como tú, veinte años en una isla?
—Así es, y ya te contaré el porqué, pero primero vayamos a mi carpa, —no sin cierta complicidad— ya me entenderás. Trata de no llamar la atención a la gente, me conocen. Eso creen hacer.
—Vamos, viejo amigo. Ha de ser complicado tratar con esta gente —diciéndolo, no sin cierto asco.

          La austera carpa de Raju se encontraba no muy lejos del poblado, cosa de media hora. Una vez que llegaron, adoptaron sus formas originales, y con más confianza pudieron hablar de lo que Raju quiso contarle a Bakasura.

—Así que lo que quieres es el amrita[1], y no encuentras la manera de acceder al árbol sin levantar sospechas. ¡Sí que eres un ser horrendo! —Bakasura soltó una carcajada que sonaba como el reventar de las olas— ¿Sabes lo que sucederá cuando todos los árboles se queden sin frutos?
—Sí, y tú me ayudarás a conseguir el néctar. Nos volveremos inmortales. La isla desaparecerá, es lo que menos me importa.
—Acepto. Pero bajo la condición de que yo sea el que consiga todos los frutos de los árboles mientras tú haces el trabajo sucio.
—¿Pero por qué tanta desconfianza? Me ofendes Bakasura.
—No es eso, sino que yo soy más ágil que tú, Raju. Recuerda que ya no eres un demonio tan joven.
—Es verdad, entonces acepto.

          Al día siguiente, cuando el sol agonizaba sobre el mar, Raju y Bakasura volvieron a adoptar su forma humana, y partieron tan rápido como dos liebres camino al bosque virgen de la isla, en donde se encontraban los baobabs vigilados por los ancianos.

—Buenas tardes señores, ¿cómo les está yendo? Bonito atardecer.
—Buenas tardes señor Rajuli[2] ¿Qué lo trae al árbol de los deseos?
—Es que necesito coger todos los frutos de los árboles.
—¿Qué? —Los viejos se exaltaron— Usted sabe que eso es imposible, es mejor que se aleje inmediatamente.
—Necesito el néctar de la inmortalidad —repetía divertido Raju, liberando su forma demoniaca.

Los guardianes del baobab, aterrados, arremetieron contra Raju, quien se divertía esquivando los ataques mientras que los asesinaba uno por uno. Después de acabar con todos, Bakasura había terminado de dejar sin frutos al último baobab de la isla, que mediante un hechizo, los condensó a todos en la amrita, y se lo bebió dejando sin nada a Raju quien murió en el acto, junto a los inocentes habitantes de la isla, cuando repentinamente la isla se hundió en el acto en las profundidades del mar arábigo.




Eusoj Sargav







[1] Amrita, es el néctar de la inmortalidad.
[2] Rajuli, nombre falso que usaba Raju para ocultar su identidad.

jueves, 14 de febrero de 2019

Cupido

Allá. Hace mucho, tal vez en las orillas del lago Malawi, Valle del Rift, África central, existió una de las primeras poblaciones de humanos en la faz de nuestro planeta mar. Como todas las demás poblaciones segregadas a lo largo del extenso continente africano, se dedicaban a la recolección de frutas y plantas, y a la caza de animales para subsistir en ese inhóspito mundo en el que se veían atrapados, nómadas huyendo de su muerte.
La mortandad era elevada, se sabe que, si la persona llegaba a la crítica edad de los quince años, o bien vivía hasta los cincuenta años como máximo, o morían si no eran lo suficientemente aptos para sobrevivir. Los hombres llegaban, con suerte, a los cuarenta, mientras mujeres solían fallecer más jóvenes, muchas veces por complicaciones en los múltiples partos que tenían. ¿Pero, acaso era, si quiera pensable que existiese alguien que llegue más allá de esas edades? —Por sorprendente que parezca, la respuesta es un aterrador sí. ¿Pero por qué aterrador? —No hay nada peor que la eternidad, es agotador.
Esta es la verdadera historia de un hombre que se volvió inmortal de la noche a la mañana, o al menos eso cree la gente del nuevo mundo. Su historia, como él mismo cruzaron continentes, atravesaron siglos, milenios, y trascendieron culturas.

En la comunidad del lago, existía un individuo sui generis, de pocos pigmentos en la piel, estatura inferior al promedio, y cabellos dorados como el astro rey, que era apartado del grupo por su apariencia. Este individuo, de corta edad y poca experiencia en la caza y la vida, se había enamorado enloquecidamente de una de sus congéneres: la más imponente del lago. O al menos eso es lo que aparentaba —ya que el fin de cada individuo de la comunidad era reproducirse y así evitar la extinción de la especie.
En aras de llamar la atención de ella, el individuo de tez blanca se convirtió con el tiempo en uno de los mejores cazadores de fieras, pues era tanto su deseo por hacerse notar para ella, que empezó a crear lanzas aerodinámicas ultra filudas. Así, con una destreza única, lograba cazar cuanto animal se le cruzaba en el camino —arrojando la lanza por los aires, con una velocidad y precisión única— y eso empezó a despertar un sentimiento parecido a la envidia entre los demás cazadores que también estaban en competencia por conseguir reproducirse, reproducirse con la hembra que el individuo de melena dorada también deseaba.
A pesar de sus constantes esfuerzos, nunca captó la atención de la mujer. Y no fue hasta el día en que encontró a uno de los demás cazadores junto a ella; día en el que ella le arrojó el primer y último destello de su mirada: desvaneciéndose, protegiendo a su ser amado. Superponiendose, impidiendo que el lanzón arrojado por el hombrecito blanco asesine a su hombre.
Después de ver como aquellla hembra, tan preciosa como ajena, caía sobre los pastisales de la sabana africana, el pigmeo experimentó algo parecido al odio, a la desesperación, había puesto fin a su más viváz obseción por culpa de los celos, o algo así.
Tal era su deseo de hacer que la mujer regrese a la vida, que se le presentó ante él una serpiente de tres cabezas que se mordían entre sí al mismo tiempo. No existía la comunicación articulada, pero el misterioso y siniestro animal se enrolló en sí, ofreciendo al hombrecillo un trato. Dicho trato consistía en que esa mujer sería para él algún día, siempre y cuando trabaje bajo su servicio por un tiempo. 
El enano hombre, probablemente sintiendo el paso de los años, y no viendo la promesa que el extraño animal le había ofrecido, decidió dejar de trabajar para la víbora. Fue así que la serpiente, furiosa, le lanzó una maldición en la que lo obligaría a vivir en la eternidad, vagando por el mundo. Flechando a las parejas enamoradas que viese juntos como lo hizo —con una lanza— cuando vio juntos a la mujer de sus sueños y al cazador; y que lejos de ocasionar daño, incremente el amor que se tengan a quienes fleche, amor que nunca sintieron hacia él.


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Eusoj Sargav

viernes, 8 de febrero de 2019

Hallazgo: siglo XXII

De diestra a sieniestra,
Dos por dos metros cada extremo de la pared, en ese orden.
No tengo ojos de mosca, pero lo veo todo. Cosa fácil.
Una copia patéticamente perfecta.
Peatones sobre mi. Van y se vienen.
Tanto arriba como abajo, igual.
Ahora ya no son peatones, son bestias con ruedas, ¿serán caballos?
Aun los sigo esperando, pero está tan oscuro, tan todo dos por dos…
Las cuatro paredes de mi encierro, son y podrían ser unas cuatrillizas altas, duras y devotas a un hermetismo enfermizo, quasiperfecto…
El aire no es problema, me siento eterno. El tiempo es un invento,
Recuerdo que fue ayer cuando nos ocultamos. No creo que hayan pasado más de dos días…
Un momento, silencio... alguien se detuvo en la superficie, ¿será posible que nos hayan encontrado?
Rocas caen, polvo también, es probable que unos picos obsesos esten reventando sus cabezas sobre nosotros. ¡Esto se vendrá abajo!
Ahora un haz de luz penetra este virgen techo de infierno raso. No podría llamarlo cielo.
Hombres con trajes raros se deslizan con las rocas, el polvo y traen consigo las partículas de luz que tanto anhelaba.
Descuiden valientes soldados, no nos asesinarán, sigan haciéndose los dormidos, como en el inicio del fin.
Amigos, ¿siguen ahí? Digan algo por favor, ya no veo sus esqueléticos cuerpos en el suelo.
¿Se los han llevado? ¿Nos habrán llevado?



Eusoj Sargav

Flamenco rojo

  La esperanza se pierde, ¿Respira? A Rubén no le cabía ni un solo grano de arroz más, estaba más que satisfecho, estaba tan lleno de co...