No existe nada más arrollador,
calmo y relajante, que oír cómo las mansas olas se desvanecen sobre la arena y
las rocas en la orilla de la playa; sobre todo si vives a tan solo metros de la
misma. También puedo decir que no existe nada mejor que dormir rodeado de
silencioso sonido de la nada. Perdón, los secretos que cuenta el mar en orillas
nocturnas, sí están permitidos. Los demás, no.
Es así que recuerdo un día en
especial —ahora ya tan lejano. Décadas luz— en el que regresaba al rancho de
adobe y quincha después de haber estado jugando con mis amigos de la infancia
en la playa: desde que el sol abría los ojos —no sin cierta flojera—,
hasta que los iba cerrando, de a pocos, tiñendo al cielo de un hermoso color
naranja con rosado, hasta que se dormía y se iba, dando paso a que la
diosa Si[1] nos
envolviese con un manto azul marino estrellado, pero no solo hacía eso, se
quedaba gigante, flotando allá arriba en esa inmensidad oscura, esperando a que
le contemos sobre nuestras penas y alegrías.
También recuerdo que fui
resondrado por haber llegado muy tarde (eso fue al día siguiente), pero ya es
hora de dejar de irme por las ramas. Lo que voy a contar es algo que me pareció
sumamente terrorífico: mientras hablaba con la diosa Si a través de la ventana de mi cuarto llegué a escuchar
unos feroces rugidos que me obligaron a esconderme debajo de las sábanas. El
ruido manchaba ese precioso silencio que tanto adoraba por las noches, estaba
sumamente desconcertado. Jamás en la vida había escuchado aquel gutural sonido
hasta entonces. Cuando el día aclaró fui a desayunar con mis padres —en
contra de mi voluntad por no haber dormido nada por la noche—, me di con la
grata sorpresa que la tía Leonor ese encontraba en la mesa cortando los panes y
hablando con mis padres. Debo de decir que la tía Leonor era una caja de
sorpresas o algo así, siempre que venía a casa nos traía algo novedoso. Aquella
mañana nos había traído queso holandés y chocolates belgas. Debo de admitir que
yo no cabía de gozo por más que haya querido ocultarlo, ambos manjares eran mis
favoritos y ella lo sabía desde siempre. En medio de la larga y amena cháchara
les conté a todos lo que fue el calvario que me tocó vivir durante la noche...
¡No había logrado cerrar los ojos para nada! Traté de imitar —fallidamente— los
ruidos de aquel monstruo nocturno que no me había dejado dormir con sus
desquiciados rugidos. Cuando terminé de contar la odisea que viví, se empezaron
a reír de mí, y la tía Leonor, roja de la vergüenza, se me acercó y me dio un
beso en la mejilla y me abrazó muy fuerte pidiéndome disculpas. Muy apenada
ella, pobrecilla. Dijo que lo que había escuchado no era ni un monstruo ni nada
por el estilo, eran tan solo ronquidos.
Algo que hasta la edad de cinco
años jamás había escuchado.
Esos sí que son recuerdos que los
guardo cual tesoro. Siempre es bueno traer las buenas memorias en los momentos
más duros de la vida para cuando esta se nos va.
En este preciso instante, detrás
del muro en el que me estoy ocultando, hay guerrilleros disparando sin dar
tregua, lanzando maldiciones mientras acribillan y son acribillados, explosiones
por todos lados... temo que me caiga una bala y sea el fin.
No es justo, no pensé que algo
así sucedería. A pesar de ser un mercenario —alguien que merece la muerte más
que nadie—, no deseo morir hoy, no aquí.
En cualquier momento lanzarán una
granada sobre mi ubicación, y, al margen de que ese sea mi fin, estoy convencido
que el ruido de la explosión será peor que escuchar dormir a mi tía
Leonor.
Para entonces espero haber
escapado, junto al mar arrullador donde jugaba con mis amigos en los veranos de
playa, el rancho de adobe y quincha, el sol, la diosa Si, mis padres, y mi tía Leonor con sus ronquidos infinitos. Todos,
todos ellos en mi cabeza, en mi corazón.
Eusoj Sargav
[1]
La diosa Si, según la cosmovisión mochica (cultura preincaica), era una diosa
que representaba a la luna.