Era un
viernes trece o un lunes cualquiera cuando fui al dentista, no recuerdo con
precisión. El asunto es que había ido a su consultorio para que me saquen una
muela del juicio y terminé experimentando una sobredosis de anestesia,
posteriormente una alteración de la realidad del entorno, y la cereza que le
faltaba al pastel: “El terremoto”.
Se fue la luz, todo estaba oscuro
y la gente gritaba: «…No saltes, no saltes. Detente
muchacho, no te mates…», los gritos
tanto dentro como fuera del edificio eran de desesperación, ya que la tierra
seguía convulsionando junto al cuerpo inerte del muchacho que posiblemente
estaba reventado. En tanto, yo intentaba pararme de la silla de torturas del
dentista, pero solo conseguí irme para un lado de aquella silla y estrellarme de
cara, perdí el juicio y no la muela de mierda que sangraba furiosamente, la
nariz se me estropeó y todo se jodió. El dentista, muy buena gente, al intentar
ayudarme a ponerme de pie, terminó tropezándose y se dio un cabezazo contra un
mueble de fierro antiguo y oxidado. Todo se caía encima de nosotros,
instrumentos odontológicos, vidrio de las ventanas y pedazos de techo ¡Todo
aquello ameritaba una evacuación inmediata! Pues el terremoto seguía danzando
diablada[1],
necesitaba saber si ya había salido del consultorio para salir del edificio de
diecinueve pisos que se movía de un lado a otro amenazando con caer en
cualquier momento, pero la anestesia se había apoderado de mí, del consultorio,
del dentista, y amenazaba con inundar al edificio y adormecer las conciencias
de la gente para que mueran tranquilas o sino ahogarlas. Los gritos seguían a
voz viva por todos lados, dentro de mi cabeza, afuera, el dentista decía algo
que no entendía —tal vez pedía desesperado por ayuda”—, pero nada podía hacer
yo, él se encontraba en el suelo con un enorme pedazo de techo que le había caído
en la pierna, y, posiblemente se la había fracturado. Ya no sabía nada de lo
que ocurría en ese viernes trece o lunes, solo escuchaba gritos.
El terremoto siguió y siguió sin
fin atolondrándose. La anestesia junto a mí, salió expulsada del consultorio
del piso dieciocho como si de un tsunami se tratara, y yo surfeando sus crestas
con una tabla de surf imaginaria. Empezamos a pasar por encima de la gente que
se encontraba corriendo en los pasillos, otros se encontraban parados,
inmóviles, esperando que la anestesia haga lo suyo y morir en paz. Yo seguía en
la ola de anestesia muy anestesiado. Al momento de llegar al piso trece, el edificio
estaba a punto de colapsar, se movía cual experta bailarina de pole dance alrededor de las columnas de
fierro que ya empezaban a salir del mismo, mas yo seguí encima de esa brutal
ola de anestesia que bajaba presurosa por las escaleras llevándose a su paso
las vidas de las personas que no lograban soportar dicha venenosa sustancia.
Los pisos del edificio empezaban
a caer con personas, teles, camas, mascotas, dinero y todo lo que uno pueda
imaginarse que hay en una casa, sin embargo, gracias al mar de anestesia en el
que me encontraba surcando sus olas adormecedoras, hacía que mi caída sea casi imperceptible
y no dolorosa porque nunca chocaba al suelo. En la caída me puse a pensar ¿qué
pasaría luego que salga del edificio? ¿Qué pasó con el dentista? ¿Qué será de mí?
¿Moriré de sobredosis o por el posterior dolor de tener la encía destruida y la
muela del juicio aún sin lograr sacar después de tres infructuosas horas de
intentos para extraérmela? Sinceramente poco me importaba: la muela, el
terremoto, el suicida, la gente ahogada bajo el mar de anestesia, la vida
universitaria que dejé atrás por el deseo ser feliz estudiando algo que en
verdad me guste… ¡Nada de eso importaba ya! La tierra seguía moviéndose como
loca, como si dos titanes gigantes de un billón de toneladas estuvieran
teniendo sexo e hicieran temblar todo el mundo, el terremoto hizo que el
edificio se eche para un lado aplastando a todos los carros que trataban de
llegar a sus casas para ver a su familia, para sentarse en la taza del baño…
qué se yo… hubieron muchas explosiones cuando el edificio cayó sobre los autos,
ocho madres llorando por el hijo que no era suyo y que se encontraba hecho
añicos en la acera. Ya fuera del edificio me di cuenta que formaba parte, que
yo era aquel infinito y enorme mar de anestesia que se esparcía en todas las
direcciones posibles y que ocasionaba sobredosis en las personas para que no
tengan que sufrir más del terremoto que duraría millones de años (y que recién
había empezado hace una hora).
No podía estar más que satisfecho
conmigo mismo: salvaba a los habitantes del mundo de su desesperación, locura y
sufrimiento. Los adormecía con mi cuerpo líquido de anestesia que estaba a
punto de expandirse por cada rincón del planeta, de la estratósfera, de la
ionósfera, de marte, de la vía láctea, del universo.
Eusoj Sargav
[1] Diablada, “danza llamada así por la careta y el traje de diablo que usan los danzantes. La danza representa el enfrentamiento entre las fuerzas del bien y del mal, reuniendo tanto elementos propios de la religión católica introducida durante la presencia hispánica como los del ritual tradicional andino”. (Wikipedia)