Otra calurosa tarde de verano que
me aturdía y asfixiaba de camino a la residencial. Y pensar que era el más animado
en que sea verano y pedir unas merecidas vacaciones (renunciar y ver cómo sigo
pagando el departamento). Deseaba ir a la playa todos los días, caminar ligero
de vestiduras —la ropa del trabajo de verano me mata—, tomar, tomar limonada
frozen. Tomar. Hacer todas esas cosas que se hacen en verano. Y he aquí este
verano no tan limeño que hace que uno se rostice en un dos por tres ni bien se
da diez pasos por las calles, y no, no exagero. ¡Ni qué hablar de las noches taaaan
calurosas! En definitiva, toda una reverenda mierda. Pero bueno, es mejor que
deje de quejarme y llegue al departamento para tumbarme en el piso y ahogarme
con trago barato (ya llegarán mejores tiempos), eso sí, bien helado para
extinguir este calor infernal.
Tras varios intentos por
conciliar el sueño, Calico se quedó dormido rodeado de botellas de cerveza,
unas rodando por el suelo, otras vacías sobre el mueble de la sala, y otras
semillenas, o semivacías... Es cuestión de cómo se le vea, ¿no es así?
Sin darme cuenta, el sol ya se ocultaba
entre un par de edificios no muy altos que quedaban frente a un parque, pero aun así, había la suficiente luz como para ver con nitidez
los detalles del camino, pedazos de globos de carnaval por el suelo que
tal vez bañaron por completo a alguien de a pie (con un poco de mala suerte), que tal vez
iba a alguna reunión de negocios, a alguna cita en el Policlínico Peruano
Japonés o la clínica San Felipe ubicados a una nada de la Residencial San
Felipe, o tal vez a una reunion fortuita con su amante. El asunto es que se veía todo.
A medida que me
internaba en este laberinto de viviendas, sentía más calor, obviamente era la
fatiga del día a día después de un largo día fuera de casa. En el camino me
topé con cuatro amigos del barrio: Ricolino Rossi, trompetista de funerales y
de una agrupación de ska. Ricolino era muy hábil cuando se trataba de hacer sonar algo que se acercase a la boca. Hablamos
sobre asuntos de la podrida política peruana, de autos, y música urbana, que
era nuestro vacilón. Seguí caminando con Ricolino —íbamos a beber ni bien
llegásemos a mi piso—, y me encontré con Andrew, un sujeto muy alto que solía
robar focos a donde iba. Le ofrecimos ir a beber a mi departamento y aceptó. Ya
éramos tres locos caminando por los laberintos de la Residencial San Felipe.
Después de caminar cierto tramo, nos encontramos a Pao Lo, hijo del dueño del único
chifa del barrio, vimos que tenía consigo un par de gatos. Sin que le
preguntásemos nada, algo nervioso, nos dijo que esos gatos los iba a adoptar porque le gustaron, y
se marchó por otro lado a seguir buscando mininos así de rechonchos como los que llevaba en brazos. No se marchó, desapareció. Y
por último nos encontramos con Gampi Sánchez, quien se unió al grupo después de
contar unos chistes que daban risa por lo malos que eran.
En esta curiosa tarde que se iba oscureciendo poco a poco, encontrábamos
cada vez más calles nuevas que se entrecruzaban entre sí cada vez más, lo que
convertía al lugar en un verdadero laberinto en el que el mismísimo minotauro
se hubiese perdido. No sé si solo yo, pero el ambiente se hacía cada vez más pesado
a medida que avanzábamos, los verdes arbustos que estaban a ambos lados de
nosotros cada vez se hacían más pequeños, o se iban quedando sin hojas hasta
convertirse en grises ramas secas que salían de la tierra, como si fueran manos
de muertos que quisieran salir de sus ataúdes después de mucho tiempo. Otro fenómeno fuera
de lo normal ocurría, el sol nunca termino de ocultarse, se quedó suspendido el
horizonte, solo dejándose ver por la mitad. Estaba un tanto consternado: ¿O la tierra
dejó de girar, la tierra dejó de moverse, o estamos todos colocados e idiotas?
Ninguna de estas preguntas era la correcta. Lo que ocurría era muy real.
Los edificios que pasábamos, se veían despintados —unos más que otros—, y sus
jardines parecían selvas de paja. Mis amigos no se daban cuenta de lo que
ocurría a nuestro alrededor y seguían campantes como si nada estuviese pasando. ¡Qué alarmante! Esto me daba muy mala espina. La última
persona con la que me encontré, fue con Valeria, e insistí en que regrese a
casa porque vivía muy lejos y ya estaba oscureciendo —la tierra recuperó sus
naturales movimientos de rotación y traslación. No se me ocurrió excusa más
estúpida.
Calico volvió
a pasar por lo mismo al día siguiente, las ensoñaciones que tenía, eran una
copia fiel del día anterior, aunque esta vez, el camino por el que iba
caminando con sus amigos, estaba con toda clase de artimañas, barro, rocas y
colillas de cigarro. Sus amigos seguían sin darse cuenta de lo que pasaba, el
único que se daba cuenta de todo era Calico. Después de seguir caminando por
unos veinte minutos en aquel laberinto, se volvió a encontrar con Valeria, la
única diferencia es que en esta ocasión se besaron, Valeria se fue. Todo siguió
casi igual al día anterior hasta antes de doblar la esquina. Una vez hecho eso,
Calico se sintió mareado, el hedor del lugar era terrible y unas voces que no
eran de sus amigos le pedían que camine en dirección al edificio más grande y
horrible del lugar, que estaba en decadencia por increíble que fuese. Calico
prosiguió su marcha, contra vientos pestilentes y sus mareas nauseabundas,
hasta que se topó con Pao Lo, quien ya no llevaba los felinos consigo, decía
que se encontraba satisfecho porque recién había podido almorzar "carnecita", y se encontraba de
buen humor, así que decidió enrolarse al grupo sin saber que terminarían
entrando al edificio que se veía en ruinas. Tenía unas puertas inmensas, tan
altas eran, que tan solo Andrew podía llegar a alcanzar la manija para abrir la
puerta del edificio para gigantes. Después que entraran los cinco amigos, la
puerta se cerró violentamente sin que ni uno de ellos lo haya hecho, el grupo
trataba de mantener la calma y el buen humor, todo iba bien mientras estaban en
el primer piso, el piso de recepción: Se hablaba del trabajo, el desempleo, las
faltas de oportunidades, de mujeres y de whiskys escoceses y taiwaneses.
Ricolino Rossi, había dejado el grupo, y deambulaba por toda la primera planta
observando y apreciando las obras de arte que colgaban de las paredes, unas más
costosas que otras. Cada obra de arte era más grotesca que la anterior, y cada
una tenía mensajes más fuertes, siguió observando los cuadros y se desmayó del
espanto. En una aparecía a una persona parecida a Calico amarrado a un bloque
de concreto bajo el mar —evidentemente muerto—, a Gampi Sánchez siendo devorado
por gallinazos sin plumas, a Andrew, el gigante, en otra situación muy
escabrosa, y a Pao Lo, el hijo del dueño del chifa del barrio, convertido en
croqueta para gatos. Toda una desgracia. Era obvio que era un edificio maldito,
del cual intentaron escapar los muchachos presos del susto después de ver las
macabras escenas, y nunca pudieron salir, viéndose aplastados por la oscuridad
que inundaba y desgraciaba todo a su paso.
Cuando Calico me lo contó por
primera vez, no podía comprender cómo es que me decía que me soñaba, si no nos
veíamos hace cuatro años. No lo entendía, hasta donde yo sé, los sueños
reflejan parte de nuestro subconsciente —pensaba, muy inquieta, Valeria,
mientras se cepillaba su larga cabellera castaña de pomo.
Habiendo reflexionado por largas
horas, Valeria comprendió que era lo que pasaba con Calico, su alumno de las
proyecciones astrales… Ese carácter protector hacia ella, esa descripción tan
acre del lugar, la muerte de los arbustos a su paso, el ambiente pesado, ese
fallo en el tiempo. Todo indicaba que Valeria debía de acudir en su auxilio:
Calico sufría, mas los motivos no los sabía, no obstante, ya sería demasiado
tarde para ayudarlo si no hacía nada al respecto esta noche.
Valeria, al anochecer, hizo el
ritual de proyección astral, se despegó de su cuerpo físico, y
fue volando hasta la Residencial San Felipe, hasta el lugar donde Caico le dijo
que la había encontrado. Y así sucedió, Se encontró con Calico, tal y como él se
lo había narrado. Solo que esta vez decidió no hacerle caso —alteró la
secuencia del sueño de Calico, no se retiró de la residencial y lo siguió a
escondidas hasta el edificio en el que se internó.
Valeria, gran viajera de los
sueños, habitante de los planos físicos y astrales, sabía que los sueños son
constructos irracionales no lógicos, que los seres humanos experimentan, en
tanto, en el mundo onírico, todo era posible, tanto como el creador del sueño
en sí, como para los intrusos de este. Así que entró por un ducto de
ventilación que se encontraba a la espalda del derruido edificio. Una vez
dentro se dio cuenta de la intención autodestructiva de Calico. Su ex-aprendiz pretendía
abandonar su cuerpo físico para siempre al intentar cortar el cable de plata que
une a todo viajero de los sueños con su forma astral. Poco o nada pudo hacer
Valeria, la oscuridad aplastante amenazaba con llevársela a ella también, a
todo lo que estuviera en el edificio, a todo intruso. Así que se vio obligada a
regresar a su cuerpo. Lloraba arrepentida.
Fue así como Calico abandonó su
cuerpo físico para siempre, y vivió sumergido entre las sombras aplastantes del
edificio más grande e inexistente que haya existido en el constructo irracional
no lógico del mundo de Calico.
Calico nunca encontró la salida de
las sombras, y vivió en el centro del laberinto del minotauro de la Residencial
San Felipe.
Larga vida a Calico, ha muerto. El
minotauro resguardará su tumba.
Eusoj
Sargav