Los años de monaguillo que Martín había dejado atrás habían
vuelto, ya no era más un monaguillo que robaba vino del cura, ni tampoco iba a
la iglesia. Lo que volvía a ser como antes, era que había vuelto su depresión y
con ello, un alcoholismo basado tan solo y únicamente en vino tinto.
Una semana
atrás, los padres de Martín se sumaron a la estadística de personas que mueren
en accidentes automovilísticos de carretera: la ambulancia que llevaba de
emergencia al abuelo de Martín a un hospital se había desbarrancado por un
abismo cajamarquino, la mujer con la que se iba a casar le dijo que lo había
pensado bien —dado que conoció a un jeque árabe— y que era mejor no casarse y
terminar. Martín acudió a un psicólogo, pero a este último le entró un ataque
de nervios cuando recibió una llamada y se retiró del consultorio dejándolo a Martín
en la sala de esperas. En resumen, todo iba mal (pésimo).
Una semana
después de todo, un excompañero del coro de monaguillos le había dicho para ir
a formar parte del coro un grupo de rehabilitación, le dijo que ni los
antidepresivos, ni las medicinas, ni el alcohol eran la solución, sino
confundir a la depresión.
El día que
fue al coro de rehabilitación, Martín intentaba sincronizarse con las
armoniosas voces de los pobres y tristes —pero talentosos— desgraciados que
formaban parte del grupo de rehabilitación, pero no lo conseguía, y su
frustración se incrementaba a medida que los tenores y sopranos llegaban cada
vez a notas más altas y el a lo mucho soltaba unos gallos que se veían opacados
por las excelentes voces ahí presentes.
El antídoto
fue peor que la solución, Martín regresó a casa a seguir embriagándose con vino
tinto, y tal vez, con alcohol de farmacia con agua.
El día que
Martín fue hallado sin vida en su departamento, ni los monaguillos ni nadie asistió a su entierro
sino el grupo de desgraciados tenores y sopranos que lo condujeron a la muerte, quienes terminaron cantando la misma canción de todas sus tristes sesiones.
Eusoj Sargav
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