jueves, 27 de junio de 2019

Pan con mantequilla y mermelada

Era el verano del 98’, y un sol tremendo abrasaba los barrios limeños. Tal fue el calor que ni los siempre oportunos y trabajadores heladeros se atrevieron a salir por las calles, todos se iban en hordas a las playas regadas por el circuito de playas de la Costa Verde a vender helados. Se vivía bajo una atmósfera que llamaba a la apatía, flojera y desgano; ese malestar se acentuaba los domingos, en especial, en uno de esos domingos en los que la Lima-limón quemó como nunca antes en los últimos diez años, así que no quedaba más opción que quedarse en casa con los ventiladores o salir a la playa y meterse al agua.
En tanto, Sigfrido, su hermano mayor Matías y sus padres huían de ese maldito sol limeño y de sus playas plagadas de gente, para ir como cada verano a la pequeña casa de playa que tenían en Punta Hermosa. Para cuando llegaron, ya era mediodía del domingo. Los chicos desempacaron las cosas del auto junto a sus padres, para luego preparar una parrillada en el jardín de la casa, que evidentemente se encontraba llena de polvo.


—Sig, Matías, no olviden de limpiar el segundo piso. Yo ya limpié el primer piso junto a su padre, ¡y ojo, pestaña y ceja! Creo que hay ratas en la casa... Huele extraño, así que tengan cuidado. Su padre y yo visitaremos a los Fioravanti esta noche —Indicaba su madre.
—Claro que sí, madre. Anda sin cuidado, que yo no soy el miedoso aquí —dijo el joven Sigfrido, mirando hilarante a su hermano.
—¡Oye tú, deja de mirarme así, que tú eres el miedoso! ¡Qué joda hacer todo esto! Encima que soy alérgico al polvo, nos piden que limpiemos la casa y matemos unas ratas imaginarias que pueden estar con rabia poniendo nuestra vida en riezgo —renegaba Matías a viva voz una vez que su madre no pudiera oírlo.
—¡Ya cállate y vamos al segundo piso! Nos hacemos los que limpiamos un poco, y una vez que los viejos se vayan, ¡nos largamos! ¿Qué te parece, Matías? —Preguntaba Sigfrido con una sonrisa pícara que invitaba a la desobediencia.

          Llegado el momento, los traviesos hermanos salieron de casa sintiéndose culposos por no haber limpiado mucho, pero ya estaban fuera. Solo les quedaba perderse con los amigos del balneario y disfrutar del ocaso mientras disfrutaban del botellón de pisco que robaron de la bodega de sus padres antes de salir de casa.

—Matías, iré a casa, no me siento bien. No le digas a nadie dónde me voy a ir.
—Ándate donde quieras, pero te aviso que Yanitza está armando un fiestón en su casa. Si no vienes te la perderás, además, ¿no te diste cuenta que su hermana está que te mira a cada rato? 
—Uy, no me digas, veré si se me pasa rápido y regreso.
—¿Es que no me escuchaste lo que dije de su hermana? O una de dos, le pareces más feo que la mierda y por eso te mira a cada rato. o en verdad quiere algo contigo.
—Jajaja, ya no jodas. Estaré en su casa a la medianoche —anunció Sigfrido emocionado, tal vez por lo ebrio que estaba.

          Yendo en zigzag, dándose tumbos, apoyándose en las paredes; así fue como Sigfrido llegaba a casa. Faltando una cuadra miraba hacia el garaje. ¿Acaso verificaba si el auto de sus padres estaba estacionado y estos ya habían regresado a casa? Hayan estado o no, el sermón que recibiría él y su hermano al siguiente día era inminente. Tal vez los castigarían limpiando toda la casa, cocinando los almuerzos, limpiando el auto, la vereda de la calle, o podando el jardín. Quizá todo eso iba a pasar.
Sigfrido cruzó la calle y se topó con un hombre que se encontraba mirando la puerta de su vecina Samanta, una ex monja que vivía feliz con un ex sacerdote.


—¡Joven!, ¡joven!, dame algo de comer, tengo hambre —imploraba el hombre al mismo tiempo que extendía su sucia y flaca mano.
—Sí, sí, ahora mismo te traigo algo Gerardo. No demoro.
—¡¿Cómo me has dicho?! —Exclamó el hombre de los harapos.
—Gerardo pues, ¿ese no es tu nombre?
—¡Pero por supuesto, amigo! Oye... Te juro que hace tiempo nadie me llamaba así —con lágrimas en los ojos.
—Tranquilo Gerardo, ahora te traigo algo para comer.
—Gracias, pero ¿Tú quién eres? ¿De dónde me conoces?
—Te conozco desde que yo era un niño.
—¡Ahhhhh! Eres el hijo de la señora Violeta, mucho gusto hermanito. Mírate nomás, ya estás grandote. 
—¡Tú también, Gerardo! Ya vengo. Espérame acá —gritó de alegría el joven que estaba contento por ver a alguien y hacer su buena acción del día.

          Sigfrido, entró como pudo a su casa tratando de no perder el equilibrio y no pasar vergüenza. Tomó un plátano maleño, una mandarina de una canasta del repostero y recogió un pan del suelo al que le untó mantequilla y mermelada. Hecho esto se lo llevó inmediatamente a Gerardo quien ya estaba por doblar la esquina.

—¡Hey, Gerardo! —Gritaba Sigfrido al ver que Gerardo se estaba yendo— Ven, ven, ven. ¡Acá está la comida!

—Gracias joven, muchas gracias. De verdad que te pasaste, me moría de hambre —Se lo dijo llorando y lo abrazó.
A Sigfrido le importó un rábano que el hombre haya estado sucio. Fue uno de los abrazos más sinceros que había podido recibir en la vida.


         Al día siguiente la mamá de Sigfrido, muy asustada pero aliviada de ver a su hijo de vuelta, le preguntó por Matías y sobre qué había hecho con el pan que estaba en el suelo; pues, le explicó que estaba con un potente veneno para ratas.







Eusoj Sargav

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