jueves, 24 de enero de 2019

Los peluches del doctor Ted

—Oye tú, guarra, siempre y cuando los peluches estén listos antes de la medianoche, tú y tus hijos tendrán derecho a vivir un mes más. ¡Ahhh, y un detalle muy importante! Quiero que esta vez sean lo más realistas posibles. ¡Que tengan vida propia!, exclamó mientras estrellaba una bolsa negra contra el cuerpo de su ex mujer. Aquí están los materiales, ya vuelvo…
La puerta se cerró violentamente haciendo temblar a los niños que lloraban en silencio… por su bien.
Kassandra, mujer de la vida, ahora con dos hijos y unos años encima, era junto a ellos prisionera de una de los miles de habitaciones del sótano de la mansión del Doctor Ted. La misma en la que alguna vez vivió rodeada de lujos que solo él podía darle a ella (y a unas cuantas más). Saber que no era la única, no le incomodaba: se jactaba de ser la favorita del extravagante doctor.
Los años pasaban y se renovaba el infinito harén de Ted: amante compulsivo de los peluches y de las orgías bajo el sol. Así como pasaron los años, Ted había perdido la paciencia con Kassandra; pues, cada vez le montaba una escena de celos peor que la anterior. Siempre que una joven virgen se unía al harén del magnate, esta las hacía desaparecer misteriosamente antes que el doctor se deleitase.
—Tommy, Remmy… ayúdenme a rellenar de felpa y a cocer estos peluches, o no habrá cena. Miraba con sus ojos esmeraldas a cada uno de los críos. — Ya saben lo feo que se siente no comer por tres días, ¿o no recuerdan?
—Sí, como usted diga —balbucearon resignados los niños.
—Muy bien guapos, ¡manos a la obra!
El enorme y antiguo reloj de pared marcaba ya las cinco de la tarde y los peluches aún no estaban listos. No obstante, Kassandra consideró conveniente descansar por un rato ya que los niños se veían exhaustos y ella también. Además, sabía que un trabajador descansado resulta más productivo que uno que no se da un respiro.
—Tommy, cariño, alcánzame esa tijera que está por tu pie.
—Ahí tienes, madre.
—Tommy… las agujas, ¡rápido!
—Ahí tienes, Remmy, ¿será que deseas algo más? —preguntándole con tono altanero a su hermano.
—¡¿Qué dices, idiota?! Parece que no entiendes que si no terminamos con el trabajo no cenaremos —a punto de golpear a su hermano.
—Cálmense ustedes dos, niños inútiles. Nos quedan menos de cinco horas para terminar los peluches ¡Así que trabajen, trabajen! o no comeremos…
¿Comeremos?… ¡Qué tal mentira! ¡Seremos comida de perro si no terminamos con estos malditos peluches! Pero claro que esto no se lo diré a los niños — pensaba afligida… quebrada.
—Madre, iré al baño, Tommy es un tonto.
—Ok, no demores, cariño.
Hizo una pausa, y le llamó la atención a su otro hijo.
—Tommy, quiero que le pidas disculpas a tu hermano, no estuvo bien tratar de golpearlo.
—Está bien, se las pediré—dijo esto con mucha molestia.
—Necesito las tijeras, ¡deja de jugar con ellas y dámelas de una vez! ¡Las quiero para hoooy, qué esperas!
—Ahí están… ¡Ahí están! No me tienes que gritar.
Cuando Remmy salió del baño, unas enormes gotas chorreaban por sus grandes cachetes.
—¿Y a ti qué te pasa? Demoraste mucho en el baño, ¿acaso quieres que tu hermano haga todo el trabajo él solo? Si es así, dime y él se quedará con tu cena. Así que deja de llorar y trabaja.
—No era mi intención. No había papel…
—…No entiendo, Remmy ¿Qué tiene que ver el papel con la demora?
—Perdóname madre, por favor —imploraba Remmy, casi de rodillas.
—¿Dónde están los trapos que iban a cubrir a los peluches? ¿Tommy, los has visto?
—No, Remmy los llevó al baño ¡Yo lo vi! —acusando con el dedo a su hermano que sollozaba en una esquina de la habitación.
Dos gritos degollados se perdieron en el silencio del sótano.
Del reloj empotrado salió un pajarillo, indicando el inicio de la madrugada. La calma reinante era adormecedora y no se oía a los niños alegrarse por haber terminado de hacer el peluche a tiempo.
El Doctor Ted, millonario extravagante, coleccionista de peluches y zorras que acogía en su mansión, no cabía en sí. Temblaba de gozo, saltaba en un pie y gritaba de alegría. Aquellos eran los peluches más reales del mundo. Unos recubiertos de terciopelo, otros con una piel muy rosada y lozana —detalles que lo dejaron fascinado—, aunque un tanto roja por partes. Era una obra maestra tan fresca como orgánica, esos mechones, esas manos.
Kassandra vivió.








Eusoj Sargav

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