—Néstor, tienes un día para hacer el discurso… el mejor
discurso que haya podido darle a la compañía. No me defraudes. De eso depende
tu trabajo o te quedas en la calle, ¿oíste?
—Sí, señor Krugman, no se preocupe que lo haré.
—Así me gusta —dijo dándole palmaditas en la espalda—. No sé
qué haces parado aquí en mi oficina cuando ya debiste haberte ido.
—Justo eso iba a hacer —dijo el pobre Néstor, quien no lo
dejaba en su lugar por temor de no llevar sustento a casa.
Situaciones
como estas eran el día a día de Néstor desde que consiguió trabajo. ¿Por qué
seguía en un trabajo así? Pues nadie iba a contratar a un hombre de sesenta
años, solo esta compañía, por lo tanto, no le quedaba de otra que agachar la
cabeza y mover la cola.
Antes de
llegar a su humilde casa situada en un barrio picante de Lima, Néstor tuvo un pequeño
accidente al cruzar la pista, por lo que terminó en un hospital con un brazo
dislocado por lo que estuvo en cama toda la tarde y noche. No obstante, al amanecer,
el valeroso hombre decidió concluir con el trabajo como pudo y se quedó
pensativo en su habitación.
Los accidentes pueden pasar. A mí
me acabó de pasar ayer por la tarde, y por suerte, no perdí la vida en esa
aparatosa caída. Sería totalmente injusto que me quede sin trabajo: mi mujer
que está postrada en cama, mis nietos que quedaron huérfanos hace poco, aún le
faltan un par de añitos para terminar el colegio... ¿Qué será de ellos si me
quedo sin trabajo? —pensaba afligido el pobre Néstor— Un accidente lo puede
tener cualquiera… Así seas el gerente de una empresa.
Antes de partir a la importante
reunión en la que iba a entregarle el discurso al gerente general, le pidió
cierto favor a uno de los sicarios del barrio.
Néstor conservó su trabajo por
cinco años más, y vio desfilar por lo menos a cuatro gerentes, antes que se
jubile.
Eusoj Sargav
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