Allá. Hace mucho, tal vez en las orillas del lago
Malawi, Valle del Rift, África central, existió una de las primeras poblaciones
de humanos en la faz de nuestro planeta mar. Como todas las demás poblaciones
segregadas a lo largo del extenso continente africano, se dedicaban a la
recolección de frutas y plantas, y a la caza de animales para subsistir en ese
inhóspito mundo en el que se veían atrapados, nómadas huyendo de su muerte.
La mortandad era elevada, se sabe que, si la persona
llegaba a la crítica edad de los quince años, o bien vivía hasta los cincuenta
años como máximo, o morían si no eran lo suficientemente aptos para sobrevivir.
Los hombres llegaban, con suerte, a los cuarenta, mientras mujeres solían
fallecer más jóvenes, muchas veces por complicaciones en los múltiples partos
que tenían. ¿Pero, acaso era, si quiera pensable que existiese alguien que llegue
más allá de esas edades? —Por sorprendente que parezca, la respuesta es un aterrador
sí. ¿Pero por qué aterrador? —No hay nada peor que la eternidad, es agotador.
Esta es la verdadera historia de un hombre que se
volvió inmortal de la noche a la mañana, o al menos eso cree la gente del nuevo
mundo. Su historia, como él mismo cruzaron continentes, atravesaron siglos,
milenios, y trascendieron culturas.
En la comunidad del lago, existía un individuo sui generis, de pocos pigmentos en la piel,
estatura inferior al promedio, y cabellos dorados como el astro rey, que era
apartado del grupo por su apariencia. Este individuo, de corta edad y poca
experiencia en la caza y la vida, se había enamorado enloquecidamente de una de
sus congéneres: la más imponente del lago. O al menos eso es lo que aparentaba —ya
que el fin de cada individuo de la comunidad era reproducirse y así evitar la
extinción de la especie.
En aras de llamar la atención de ella, el individuo de
tez blanca se convirtió con el tiempo en uno de los mejores cazadores de fieras, pues era
tanto su deseo por hacerse notar para ella, que empezó a crear lanzas aerodinámicas
ultra filudas. Así, con una destreza única, lograba cazar cuanto animal se le
cruzaba en el camino —arrojando la lanza por los aires, con una velocidad y precisión
única— y eso empezó a despertar un sentimiento parecido a la envidia entre los
demás cazadores que también estaban en competencia por conseguir reproducirse,
reproducirse con la hembra que el individuo de melena dorada también
deseaba.
A pesar de sus constantes esfuerzos, nunca captó la atención de
la mujer. Y no fue hasta el día en que encontró a uno de los demás cazadores
junto a ella; día en el que ella le arrojó el primer y último destello de su mirada: desvaneciéndose,
protegiendo a su ser amado. Superponiendose, impidiendo que el lanzón arrojado por el hombrecito blanco asesine a su hombre.
Después de ver como aquellla hembra, tan preciosa como ajena, caía sobre los pastisales de la sabana africana, el pigmeo experimentó algo parecido al odio, a la desesperación, había puesto fin a su más viváz obseción por culpa de los celos, o algo así.
Después de ver como aquellla hembra, tan preciosa como ajena, caía sobre los pastisales de la sabana africana, el pigmeo experimentó algo parecido al odio, a la desesperación, había puesto fin a su más viváz obseción por culpa de los celos, o algo así.
Tal era su deseo de hacer que la mujer regrese a la
vida, que se le presentó ante él una serpiente de tres cabezas que se mordían entre sí al mismo tiempo. No existía la comunicación articulada, pero el misterioso y siniestro animal se enrolló en sí, ofreciendo al hombrecillo un trato. Dicho trato consistía en que esa mujer sería para él algún día, siempre y cuando trabaje bajo su servicio por un tiempo.
El enano hombre, probablemente sintiendo el paso de los años, y no viendo la promesa que el extraño animal le había ofrecido, decidió dejar de trabajar para la víbora. Fue así que la serpiente, furiosa, le lanzó una maldición en la que lo obligaría a vivir en la eternidad, vagando por el mundo. Flechando a las parejas enamoradas que viese juntos como lo hizo —con una lanza— cuando vio juntos a la mujer de sus sueños y al cazador; y que lejos de ocasionar daño, incremente el amor que se tengan a quienes fleche, amor que nunca sintieron hacia él.
El enano hombre, probablemente sintiendo el paso de los años, y no viendo la promesa que el extraño animal le había ofrecido, decidió dejar de trabajar para la víbora. Fue así que la serpiente, furiosa, le lanzó una maldición en la que lo obligaría a vivir en la eternidad, vagando por el mundo. Flechando a las parejas enamoradas que viese juntos como lo hizo —con una lanza— cuando vio juntos a la mujer de sus sueños y al cazador; y que lejos de ocasionar daño, incremente el amor que se tengan a quienes fleche, amor que nunca sintieron hacia él.
Eusoj
Sargav
No hay comentarios.:
Publicar un comentario