—Y mire, así fue como se clavó el lapicero en el cuello —lo imitó tal y como lo vio, pero con la diferencia única
que, en vez de lapicero, era su dedo índice que con cierta gracia lo imitaba.
—No señor, no es necesario que lo
haga —se lo dijo de manera somnífera, el doctor Palma, psiquiatra del Hospital
Víctor Larco Herrera[1]—
solo deseo que me cuente lo que vio.
—¿Qué - qué? No. No, no, no se lo
contaré. No, ¡que no! No, no, no, nnnnno —rabiaba el hombre.
—Oh, disculpe que se lo pida de
esta manera, honorable…
—No, no, no. He dicho que no se
lo contaré. Pero sí que lo escribiré. Se lo escribiré todo, ¿sabe? —cuchicheaba
en silencio, como si contara un secreto de corte militar, el paciente Raúl Meléndez,
quien era conocido por todos como Balzac, tanto por su parecido físico con el
franchute, como por la destreza que una vez tuvo para escribir novelas
demenciales.
—Pero por supuesto, discúlpeme
señor Balzac, no era mi intención alterarlo.
—No se preocupe doctor, suelo tratar con tipos más desubicados que usted la mayor parte del tiempo cuando paseo por París.
—Ya lo imagino je je, prosiga por favor.
Camilo Vallejo, quien afirmaba
ser el verdadero César Vallejo, el mismísimo que murió un jueves en París,
atragantado por ingerir goma de mascar —ese Camilo estaba algo loquito, pero me
compadezco de la gente así. Le falta humanidad al hombre, vil bestia—, se
encontraba muy tenso desde que el sol palpitaba en alguna parte del mundo de
afuera. Yo le supe entender puesto que me pasaba lo mismo cuando el desayuno
cobraba vida propia y se lanzaba por cuenta propia a donde sea, pero son cosas
que pasan, ¿no?
Había llegado la hora de la
merienda, para luego asistir al taller de escritura feliz en el pabellón número
cinco, y nuestro falso poeta caminaba meditabundo hacia las escaleras que
llevaban a la segunda planta del edificio. —Siempre con la mano derecha pegada
al mentón, ¡qué incómodo este hombre, carajo! ¿Acaso cree que se le caería la
cabeza? Tal vez.
Una vez todos los compañeros
sentados en fila, Vallejo empezó a decir groserías, y Madame Bovary lo escuchó
para que, automáticamente, comience a chillar. Este le dijo a la mujer que se
callase porque no le dejaba pensar, pero ella, una vez que empezaba a llorar,
no había forma de detenerla. Era todo un caos, reinaba el orden en este taller
de insanos. Y, repentinamente, César Vallejo empezó a recitar:
“Me moriré en París
con un lapicero clavado en el cuello,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro, me cojo el cuello—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño, un jueves de cuentos.”
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro, me cojo el cuello—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño, un jueves de cuentos.”
Dicho esto, todos lo aplaudimos al poeta, Madame Bovary
estaba ahora llorando de felicidad, se encontraba conmovida. Y en cuestión de
segundos, el gran Camilo se desesperó porque no podía escribir ni un solo cuento
feliz sobre la hoja de papel bond que tenía sobre su mesa de trabajo. Empezó a
abrir esos ojotes que tenía y escribió a una velocidad supersónica algo que no era un cuento:
Balzac, amigo, no se
me ocurre nada para escribir.
Adiós, a ti se te ocurrirá
escribir para mí. Por mí.
Atte: El que muere
todos los jueves en el pabellón “París”.
Acto seguido, con total firmeza insertó el lapicero que tenía en su propio cuello.
—Gracias por su amabilidad y su tiempo, señor Balzac. Hoy habrá
postre para usted. Aún no pierde esa manera de escribir cosas demenciales —finiquitó
el doctor Palma, dándole unas amigables palmadas en el hombro a Meléndez.
Eusoj Sargav
[1]
El hospital Víctor Larco Herrera, es una institución que vela por la salud
mental.
Dicho hospital se encuentra ubicado en el distrito de
Magdalena del Mar, Lima, Perú.
Muy original y demente! Singular que se define como sorprendente! 🙌
ResponderBorrar!Gracias Mayumi!
ResponderBorrar¡Wow! Increíble texto.
ResponderBorrarAlgo fuera de lo común con el toque le locura... me cautivó la poesia... Buen trabajó.
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