Hay un puto zancudo en mi cuarto,
son dos de la mañana y llevo una hora con veintitrés minutos y cincuenta segundos
despierto sentado sobre mi cama. Permanezco casi inmóvil, lo único que se
mueven son mis globos oculares y ocasionalmente me acomodo sobre mi sitio, mas
sigo incómodo. El puto zancudo sigue en mi cuarto…
Hay un monstruo alado, está al otro lado de mi puerta, puedo sentir su demoniaca presencia—al que la
gente común y silvestre le llama polilla—, también intenta irrumpir en mi
cuarto. Este monstruo alado de grandes dimensiones embate su cuerpo contra mi
puerta usando todas sus fuerzas una y otra vez —eso me hace sentir más tenso,
más nervioso, a lo mejor es mi traviesa imaginación y solo es un mal sueño, un mal viaje… a lo
mejor.
Es de inteligentes hallar
soluciones a los problemas, por eso, la única manera en la que el zancudo se
vaya de mis dominios es abriéndole el portal… la puerta. Este bicho se ha
logrado comunicar conmigo —sorprendentemente— y me acaba de dar la misma
solución que se me había ocurrido segundos atrás, pero este pequeño bastardo le añadió algo más: “Ya
me quiero ir de aquí, Eusoj, eres un humano sin sangre... —bzzz, bzzz, zumbaba
el maldito— sin sangre en la cara, ya estoy muy aburrido, eres aburrido, ya extraje esos 4,9
litros de sangre que corren por tus venas, Eusoj. Te parecerá mentira, pero soy
un ser con un apetito voraz”
He aquí el dilema: el zancudo está
que me saca de quicio con sus zumbidos, y no para de reclamarme diciendo
que lo deje salir, que lo deje salir, que está aburrido y tiene hambre… y que
si no le abro la puerta —para que se retire en paz—, continuará zumbando cerca de
mis orejas como si fuera el maldito motor de un Lamborghini Diablo GTR 2000 o como uno de esos carros de carreras
de Fórmula 1 —manejado por el difunto Ayrton Senna.
¡Oh maldita sea! Me temo que algo
está escarbando la puerta de mi cuarto ¿Será la filudísima[i] pata
de aquel monstruo alado de proporciones descomunales llamado polilla? ¿O será
su mandíbula hastiada de tragar tanta madera barata que ahora querrá probar un
pedazo de mi pedazo?
Sea como sea, al señor zancudo y a mí se nos acababa el tiempo.
Sea como sea, al señor zancudo y a mí se nos acababa el tiempo.
El señor zancudo sabe que, si
logro encontrarlo, lo aplastaré y beberé de él todos esos 4,9 litros de sangre —recuperaré
toda la sangre que ha venido succionándome desde hace ya una semana. Mientras
tanto, una inútil araña se halla hilarante en un vértice de mi habitación,
colgando de su débil tela de araña con sus ocho ojos bien abiertos observando
el penoso show… —sí, ya sé, dije débil tela de araña aún sabiendo que es más
resistente que el acero— porque es incapaz de contener al maldito zancudo que
atraviesa sus telas de araña con una velocidad cercana a la velocidad de la luz
(y sin desintegrar su propio cuerpo en el intento).
Segundos después —que parecieron
horas, meses o años—, la araña se acercó presurosa hacia mí diciéndome que no
me asuste de ella ni de aquel monstruo innombrable —que ya había introducido su
pata asquerosa a través de mi puerta.
—¿Por qué no
debería de tenerle miedo a esa cosa de más de dos metros que está por entrar a
la habitación? —pregunté, ignorando que estaba hablando con un arácnido.
—Porque tiene
una debilidad mortal —dijo la señora araña guiñándome siete de sus ocho ojos— y
me lo dijo.
El plan era
que debía de extraer un litro del veneno mortal de la señora araña; una vez
hecho eso, el paso siguiente era rociar todo ese líquido venenoso en el rostro del
mutante alado —el cual estaba a una nada de traer abajo la puerta de mi
habitación.
Es bien
sabido que el tiempo no puede detenerse, a no ser que estés en zetas, y yo, que
hace una hora con veintinueve minutos y dos segundos estaba en zeta zeta zeta
durmiendo plácidamente —hasta que cierto zancudo mal nacido apareciera rondando
a una velocidad supersónica por mi cuarto—; logré extraer el litro de veneno de
la araña e inmediatamente se lo rocié en el rostro diabólico de aquella polilla
en esteroides ni bien lo tuve frente a mí —tal y como estaba planeado.
El zancudo,
la araña y yo fuimos testigos de cómo aquel titán alado (comúnmente denominado polilla)
se derritió en el acto quedando de él una minúscula y ridícula polilla de no
más de un centímetro que se retorcía en mi piso de parquet.
¡Mission complete! Exclamé.
Eusoj Sargav